martes, 28 de septiembre de 2010


DEL JARDÍN DE LAS TRIVIALIDADES
 A LA ISLA DE LAS FLORES
 Por: Carlos Vicente Sánchez H.
Ganador Premio Nacional de Novela Aniversario Ciudad Pereira 2010. Ganó el premio nacional de cuento del ministerio de educación y RCN 2010, el premio departamental de narración oral Risaralda 1998.


Se mantuvo inmóvil frente a aquella pared blanca y así permaneció durante incontables horas, interminables días, desesperantes meses y sorprendentes años. Hasta el momento en que el descascarado muro cobró forma de rostro y le sonrió.
Ese día, y ante la mirada absorta de los médicos que atendían su caso, el hombre ya muy viejo partió convencido de haber logrado el poder de transformar los muros en encantadoras sonrisas.
La Caída de las Cucarachas

URBS
Reinvirtiendo un poco el texto de Teratologías Urbanas, de Juan Gonzalo Moreno V[1]. Diré que la ciudad es un monstruo de millones de rostros que ruge con sus innumerables sonidos. En eso coincido con su autor. Aquel monstruo adquiere formas infranqueables, terribles y hermosas, y es habitado por seres que arrastran sueños, terribles y hermosos también,  por seres que se mueven al antojo mismo del monstruo, seres que anuncian con sus ojos la nostalgia y que son devorados, luego masticados y arrojados a los rincones mismos de sus venas, de su alma de neón.
Debería empezar por algo menos drástico, quizás por una disertación acerca del cuerpo y su noble relación con la urbe, pero es imposible cerrar los ojos ante la arrolladora realidad sobre la cual habitamos. Esta superficie expansiva, viva y latente nos supera, nos condena y debemos navegar al interior de sus fauces, habitar en sus profundidades no para comprenderla, sino para aceptarla como quien acepta su propio destino. Con los ojos rojos del buceador, con los oídos estallados ante los miles de secretos que nos susurra, no me queda más que intentar nombrarla, decir que la ciudad es el asomo de un espectro, y que sólo podré mirar a los ojos de uno de sus tantos rostros para intentar delatarla. Nuestro cuerpo es producto de esta idea de urbe, nuestro cuerpo tasajeado, nuestro cuerpo mutilado, vuelto a reacomodar según su gusto, cuerpos transformados para que encuentren la belleza, la misma belleza de todos sus cuerpos. Cuerpos ajenos, aún reprimidos y que sobrepasan el advenimiento de la soledad.
Leer la ciudad es leer nuestros cuerpos, leer sus carteles publicitarios, sus anuncios desesperados de vida, leer sus latidos falsos, es como andar con un detector de tesoros que titila desesperado ante cada hueco. La ciudad está llena de huecos porque los huecos son las columnas mismas de la urbe, de ese Urbs que nos condena. Cada hueco contiene un grito, cada grito contiene un sueño, cada sueño es un vacío.
En el Bestiario de Cortazar se habla del catoblepas, un monstruo que se devora así mismo, La mitología se refiere a él como un ser de los pantanos que tiene cuerpo de  búfalo y cabeza de cerdo. Su espalda está cubierta de escamas que le protegen y su cabeza miraba siempre hacia abajo. Su mirada o su respiración podían convertir a la gente en piedra o matarlas. La ciudad también se parece a esta extraña criatura. Hay quienes ven sus ojos y son convertidos en piedras, o gente que quiere convertir las piedras en encantadoras sonrisas, no falta entonces el hombre que lo intenta frente a una pared e inventa la valla publicitaria, el cartel.
La ciudad al devorarnos se devora a sí misma, se regodea con nuestros espíritus sometidos. Entonces llamamos a la nostalgia historia, y añoramos a los griegos, añoramos las ágoras, añoramos los encuentros con el otro y tratamos de inventar falsos pretextos para vernos en medio de la niebla, entre ese aliento putrefacto de Urbs. Los huecos de la ciudad son vacíos peligrosos que debemos surcar en nuestra cotidianidad; un parque peligroso, una calle convertida en río, un callejón silencioso. Los huecos nos superan y no queda más remedio que intentar saltarlos. ¡Ay! ¡Cuántos han caído, cuántos nos gritan desde las alcantarillas!
De esto se trata precisamente este ensayo, un pequeño intento por sobrevivir a mi propio salto, si es que ya no estoy hablando desde el fondo. La lectura de ciertos documentos de publicidad, de la sonrisa del gato Cheshire, Teratologías Urbanas, Ojos rojos, Muerte y resurrección de los signos, entre otras, y el abordaje de un documental estremecedor como La Isla de las Flores, en el que a través del viaje de un tomate se nos delata las imperfecciones de un sistema piramidal que nos aplasta constantemente, servirán de guía. En este video documental de Jorge Furtado se demuestra cómo la risa no es incompatible con la indignación y es una contundente parodia satírica en la que una voz en off expositiva que se apoya en la lógica del silogismo, extrae las más chocantes conclusiones sobre el ser humano.  
Todos estos referentes serán paracaídas para intentar dar respuesta a esta simple pregunta:
¿Cómo la publicidad se convierte en el gesto delator de la ciudad?
Podía haber planteado otras preguntas que me arrastrarían a la misma búsqueda: ¿Cuál es el rostro de la ciudad? ¿Qué mueca dibuja cada vez que intento sumergirme en sus fauces? Pero siempre llegaría al vericueto de la publicidad como camino posible para resolver el tema en cuestión.
 Explicaré desde los desmanes de la publicidad cómo los rostros sonrientes de mi época ya no trascienden la ironía sino el cinismo, diré que las piezas rotas de nuestra humanidad yacen arrojadas en la ciudad, como si esta fuera una suerte de basurero cósmico, y trataré de entender cómo esa especie de pirámide que nos acompaña desde Platón se trocó en la existencia y puso por encima del ser humano a un cerdo, y de nuestra frágil humanidad el dinero, el papel.  


Sonreír por obligación, dibujar una mueca adecuada para que nos acompañe en la sala, en el comedor, en el trabajo, mientras hacemos fila en un banco, en una oficina de servicios públicos. Sonreír para que no se nos olvide la amabilidad de la ciudad, del televisor, sonreír como tiburones, desde las ventanillas de servicio al cliente, para que entendamos que somos masticados por un juego de dientes perfectos, blancos y relucientes tratados por expertos ortodoncistas que dibujan en todos la misma sonrisa, el mismo juego de dientes, es decir el mismo rostro que nos devora y sonríe al mismo tiempo, ya no es un asunto de la Ironía, sino del cinismo. El gato Cheshire, no desaparece tras la ventanilla,  se queda estático, mirándonos, relamiéndose de placer ante nuestros rostros de desconcierto. ¿Por qué sonríe la niña del mostrador, qué ve de gracioso en las largas filas de desempleados que buscan una póliza para saltar el hueco?

CAOION
La crisis de la razón es descubrir la nada del ser, es toparse con la nada de la razón.[2] Esta revelación es quizás la primicia que acompaña todo esfuerzo publicitario por hacernos sentir parte del monstruo de la ciudad. Somos incluidos en la medida que seamos nada, es decir un depósito de ideas publicitarias.
 Sin embargo, la apatía también se ha apoderado de los mercados.
¿Pero quién no puede dejar de ser apático ante la realidad que nos agobia hoy día? Ante un mundo enmarcado en el cliché, la reacción a todo es la apatía, y la apatía como inicio del caos.
Caos: fondo infinitamente agitado y hormigante de determinaciones flotantes y no ligadas.[3]

Pero siempre está la imagen, la publicidad promocionando el orden. (Quizá no, tal vez nos precipita cada día a la hecatombe). No es solo un asunto comercial lo que impulsa a crear este aparato lleno de sorpresas llamado publicidad, la creación en sí de una campaña publicitaria está impulsada por un problema existencial, lo que intento decir es que las propuestas publicitarias intentan cada día intervenir más directamente en la vida de una persona, de tal manera que su existencia misma se vea afectada en lo más profundo, como un body art, un Happinest, un performance, en el que el consumidor es el protagonista.  Los medios lo han intentado varias veces: realitys, concursos, premios entregados en vivo, cámaras atravesando la intimidad, fotos atrapando el gesto humano de vivir sometido por un eslogan, por un gingle que se ven obligados a cantar en gratitud por el mercado ganado, por el carro obsequiado, por el millón de pesos en mercados, por el miserable limosnero de los reyes del mercadeo.
El mercado es el Jardín de las trivialidades de la humanidad.
En este punto ha sido alguien como Oliveiro Tosscani quien desde sus campañas de Benetton, ha traspasado los límites oscuros de la ciudad delatando su rostro a través de una cruda intimidad: Un enfermo muriéndose de Sida, mientras es abrazado por su padre, una valla publicitaria que evidencia el racismo en Europa, un enorme falo que da cuenta de nuestra aún reprimida sexualidad, y todo para ofertar la marca Benetton. La polémica en su momento hizo brotar posturas moralistas y éticas. Benetton logró su objetivo primario: vender. Tosscanni nos delató, delató a la publicidad, le quitó el velo de las sonrisas de los mundos perfectos, de las casas limpias y relucientes, dijo que no podían existir matrimonios tan ahogados por la euforia, por la felicidad que venden los supermercados, que los autos veloces y hermosos, tan apetecidos, también se estrellan y dejan muertos en el asfalto. Delató la verdadera desfachatez de la ciudad y ganó un buen dinero por hacerlo[4]. Tosscanni abrió la puerta de la intimidad y la expuso a todos con la foto del joven que murió de sida. Y la ciudad rió a carcajadas. Caoion, el hijo del caos, brotó del orden estético de una valla.
El placer y el estímulo de los sentidos se han convertido en los valores dominantes de la vida corriente. Esta especie de hedonismo visual nos está llevando a la búsqueda cada vez más intensa de estímulos, al margen de toda moralidad o normatividad cultural. Hoy en día ya nadie defiende el orden y la tradición, pero por la misma razón, a nadie le interesa ya transgredir esos códigos morales, violentarlos o reaccionar ante ellos. Existen, pero no importan, estamos al margen de ellos, lo importante es ir hacia adelante, en una especie de espiral extremista, buscando el refinamiento del detalle por el detalle, el hiperrealismo de la violencia sin otro objetivo que la estupefacción de los sentidos y las sensaciones instantáneas; es la cultura de la violencia revelada[5].
  

Hubo alguna vez en los inicios del siglo veinte, cuando apenas la publicidad daba sus primeros pasos, un diseñador de pósters llamado Jean Marie Mureu, quien dijo: “No solo diseñé un pósters, sino que he creado máquinas de consumo”[6]
¡Máquinas! Ahora imagínese usted que estas especies de máquinas, término extraño para un cártel, en el transcurso de estos siglos desde su primera aparición, en 1866, cuando Jules Chéret, inventó este poderoso aparato comunicativo a través del famoso Bal Valentino, y luego con Henry de Tolouse Loutrec, hallan evolucionando de tal manera, que convertidas en vallas, comerciales de televisión, espacios visuales, folletos, plegables, etcétera, lograron al fin una dependencia total del hombre hacia ellas a través de sus múltiples variaciones y mecanismos, nuestras mentes han sido tan manipuladas por estas máquinas, que hasta nosotros mismos ya somos parte de ese engranaje mecánico y universal que comenzó a gestarse desde la invención del cartel, ahora también corremos a suerte de ser empaques al vacío de un alma que se resiste intentando sonreír.